martes, 21 de junio de 2011

entre playas se cuenta la historia

Pende frágilmente del tallo, suspendido en el aire, bajo la eterna sombra de una parra despojada de su fruto casi por completo. La única excepción: ese último kiwi. Solitario, rodeado por un agotado grupo de pickers que lo único que tiene en mente es irse a casa, con la satisfacción del trabajo terminado.

No lo merezco, pero pido que se me dé el honor de pickear el último kiwi de la temporada. Luego de depositarlo en el cajón del tractor, todos se dan un fuerte apretón de manos, se desean fortuna en sus futuros proyectos o actividades y el grupo “rojo” de la compañía Orangewood, temporada 2011, se disuelve para nunca jamás reagruparse.

Llegamos a casa y empezamos los festejos. Como todo buen festejo argento, tiene que comenzar encendiendo un fuego, para lo que luego fue un aceptable asado. Se comió, bebió y celebró con la alegría y tranquilidad de NO tener que ir a trabajar al día siguiente, ni al siguiente, ni al siguiente…

Y fue al día siguiente precisamente que decidimos continuar los festejos con un viaje. El destino: Paihia y Russell. Paihia es la ciudad turística por excelencia en la zona de Northland, ubicada a escasos 18km de Kerikeri cuenta con un pintoresco centro comercial con bares y cafés, locales de ropa, artesanías y baratijas para los turistas. A lo largo de una costa de base irregular se ubican algunos edificios de mediana y baja altura. Un paseo peatonal, rambla y muelle completan los “must do” de esta simpática ciudad. Es, resumiendo, similar a cualquier pequeña ciudad de turismo “playero” de la costa de la provincia de Buenos Aires, pero más ordenada, limpia y prolija.

El horizonte marítimo de esta ciudad se ve interrumpido por salpicones de pequeñas islas y la imponente presencia de una traicionera porción de tierra, que a simple vista parece una gran isla pero viéndolo en un mapa se descubre que está unido al resto de la superficie neozelandesa unos 40km mas al sur. En esta porción de tierra se encuentra el pueblo de Russell. Algún visionario empresario se dio cuenta de esto varios años atrás y decidió montar un servicio de ferri, que en 10 minutos por mar, te ahorra unos 100km por tierra. Treinta dólares ida y vuelta, por el auto y 5 pasajeros nos pareció un precio más que razonable y sin nada mejor que hacer cruzamos una pequeña porción del Pacifico para llegar a Russell.

Russell es pequeño pero con historia. Fue la primera capital de Nueva Zelanda, durante los años de la colonización. Por este motivo, entre otras cosas, cuenta con la iglesia más antigua del país. Esta fue nuestra primera visita. La iglesia es sencilla pero agradable. En su estructura de madera, que data del 1836, se pueden ver agujeros de balas, de los enfrentamientos transcurridos por aquellos años entre los colonizadores (ingleses) y los nativos (maoríes); y en el frente un pequeño cementerio con los caídos en dichos combates. Claro está, solo de los caídos cuyos cadáveres eran recuperados, ya que los prisioneros eran comidos por los caníbales nativos y devueltos al suelo neozelandés en forma de abono. La iglesia no sería el único edificio histórico visitado en el día, pero antes queríamos aprovechar los momentos de sol que ofrecía el medio día cuando las nubes daban tregua.

Nos pusimos en marcha, manejando por la sinuosa costa, escuchando buena música y a la velocidad que exige la despreocupación de no tener ningún compromiso que atender ni horario que cumplir. Así viajábamos, entre subidas y bajadas; bahías y penínsulas; abismos y hermosas playas de arenas blancas y aguas que comienzan transparentes a baja profundidad y van cambiando a un turquesa intenso hasta fundirse en un azul profundo, allá donde se dibuja la línea del horizonte…

Pico el bagre, estacionamos el gremblin en la banquina y bajamos caminando hasta una de las tantas pequeñas bahías. Como estrellas en el cielo de una noche alejada de las grandes urbes, millones de mejillones blancos le daban textura visual a las arenas de esta bahía, que se perdían debajo del océano en un pacífico y cautivadoramente silencioso encuentro. Al no haber NIGUN tipo de oleaje, ni viento, el silencio de esta playa era extremo. Podían sentirse claramente los pasos de una amistosa gaviota que se aproximaba por la orilla al grupo, en búsqueda de algunas sobras de nuestro almuerzo. Recorrimos, exploramos, sacamos fotos, nos separamos, nos reencontramos, disfrutamos de la paz…y nos pusimos en marcha de nuevo.

Varios minutos después, manejábamos por lo que en el mapa era una angostisima porción de tierra, donde deberíamos poder ver el mar a ambos lados. En la realidad veíamos el mar solo a nuestra izquierda, mientras que a la derecha se extendía una larga colina. Sin nada que perder, ni ningún destino en particular, estacionamos el auto y resolvimos subir hasta la cima de la colina a ver si era cierto que del otro lado también se veía el mar. Al llegar a la cima, se descubrió ante nuestros ojos una paradisiaca y escondida playa. De arenas blancas ye no más de 300 metros de largo, definía sus límites una empinada pared rocosa, casi abrazándola contra el mar, como escondiéndola del resto del mundo. Nos quedamos allí hasta que el sol se perdió en el mar.

La oscuridad y el frío celebran matrimonio en las calles de la ex capital del país cuando pasamos por el frente de un pintoresco edificio de estilo colonial. De dos pisos de altura cuenta con un amplio frente de madera, una galería/terraza con algunas mesas y sillas de hierro. Una gran escalera y una puerta de doble hoja marcaban la entrada y el centro del edificio. En la puerta un antiguo cartel tallado en madera que anunciaba: “The Magestic Hotel”. Debajo uno más moderno y pequeño: “Fundado en 1926, el Hotel y Bar más antiguo de Nueva Zelanda”.

El interior era lujoso y acogedor. El bar con un clásico estilo de Pub Inglés tenia además de la barra, varias mesas con velas, algunos sillones y una estufa a leña; esta última deba calor y creaba ambiente. ¿Qué mejor forma de terminar un día así que con una buena cerveza? Y no cualquier cerveza por cierto. El bar, que al igual que el resto del Hotel apunta a una clase alta, sirve las cervezas de mejor calidad neozelandesas. Difíciles de conseguir en los supermercados. Así probé la “Weka”. Cerveza del tipo Lager, de fuerte aroma y color, tiene en el fondo de la botella algunas semillas muy pequeñas remanentes del proceso de fermentación/destilación característico de la misma.

Manejamos de vuelta a Kerikeri. Llegamos a casa, cocinamos y comimos mejillones. Solo con sal y limón, recolectados del mar algunas horas atrás, abundante manjar gratuito. Ducha y a la cama. Antes de quedarme dormido, en esos minutos que uno tiene con uno mismo, donde algunos reflexionan sobre los acontecimientos del día, otros planifican el día siguiente y aquellos que sus mentes por diversos motivos no los dejan tranquilos piensan cuanto más aguantaré sin tomarme la pastilla?; es que me preguntaba: ¿Qué curioso que primero hallan fundado el bar y diez años después la iglesia no? De cualquier manera, el día que se termine el mundo veremos a todos los que están en el bar correr a la iglesia y a todos los que estén en la iglesia correr hacia el bar…

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