lunes, 18 de julio de 2011

hacer wwoofing puede ser una piha

Gerry se detuvo en seco. Su tosco semblante escocés pareció congelarse, con la mente ocupada en mil pensamientos pero la mirada fijamente clavada en mi. Yo aceleré la relajada velocidad con la que ambos estábamos cargando leña al camión, asumiendo que su actitud era una especie de hostigamiento a que me apresurara a terminar la tarea. Me pareció extraño, ya que aquí en el campo el trabajo es constante pero distendido y tanto Gerry como su esposa Sally son amables, simpáticos y viven una vida alegre y despreocupada, aunque siempre tengan algo por hacer.

_ Te envido. – Dijo de repente Gerry como volviendo al mundo de los hechos.

Yo, seguro de haber escuchado mal, exclamé.

_ ¿Perdón?
_ Eso, que te envido.

Ya seguro de las palabras de Gerry, ahora no sabía si estaba hablando en serio o no. En los 4 días que lo conozco, ha demostrado ser una persona que maneja bastante bien el sarcasmo. Me llevaría una gran sorpresa al darme cuenta que estaba hablando muy en serio…


Dos semanas atrás:

Como nos habíamos puesto en marcha con la primera luz del sol, estábamos llegando muy temprano a Auckland, ciudad donde se encontraba nuestro próximo anfitrión de wwoof. Así que decidimos desviarnos 30 km a la costa Oeste de Nueva Zelanda a conocer la que según los locales es una de las playas más hermosas del país.

Llegamos a Piha (recordemos que en ingles la H se pronuncia como J) alrededor de las 11am. En algún lugar dentro nuestro estábamos deseando que la playa fuese horrible, solo para poder hacer el chiste obvio: esta playa es una poronga!O que estuviese lejos de todo, así podríamos decir: esta playa queda cerca de la loma del orto. No fue así. Piha es una playa bellísima de largas extensiones de arena negro azabache, compuestas casi en su totalidad de hierro puro. Pero esta no es la característica que la hace única, ya que debido a la actividad volcánica muchas otras playas de esta isla se componen de esta peculiar arena. Lo que la hace interesante y bella son gigantescas masas rocosas que surgen en el medio de la playa y se elevan (algunas de ellas) hasta más de 10 pisos de altura con muy pronunciadas pendientes, que en algunos casos superan la perpendicularidad, ascendiendo en ángulo negativo con respecto al suelo, al mar o a ambos.
Allí almorzamos, caminamos, sacamos fotos. Disfrutando el último día soleado de una hermosa semana, a la cual le seguirían 12 días de lluvia y tormenta. Volvimos al auto y manejamos media hora hasta llegar a Auckland, a la casa de Gabrielle, nuestro segundo wwoof.

Gabrielle es una maestra de arte retirada. Vive sola en una casa a las afueras de Auckalnd. A los 71 años, viuda, su única preocupación es su gigantesco y frondoso jardín. El mismo lo mantiene en buenas condiciones gracias a la explotación constante de wwoofers, que hace trabajar unas increíbles 4 horas y media a cambio de un mediocre alojamiento en el subsuelo de su casa y una falsa promesa de deliciosos manjares.

El exquisito café de filtro fresco, recién molido, cortado con leche de cabra recién ordeñada, acompañado de tostadas de pan casero con mermeladas caseras del wwoofing anterior se vio reemplazado por café instantáneo con pan de última, sin mermelada. Luego de un pobre desayuno a las apuradas comenzar a trabajar en un riguroso e inflexible horario bajo el bastón esclavizador de la vieja del orto.

El verdadero motivo de nuestra parada en Auckland, eran los tramites que teníamos que hacer. Desgraciadamente llegamos un viernes. Por lo que tuvimos que soportar todo el fin de semana en la casa de Gabrielle. Por supuesto ni bien fue lunes, fuimos al centro, cambiamos los pasajes de vuelta a Argentina, le pusimos seguro al auto y recolectamos vieja correspondencia que teníamos en el hostel que nos habíamos hospedado hace ya más de dos meses. Hecho todo lo que teníamos que hacer, le dijimos adiós a la vieja y nos fuimos.

Mientras dejábamos Auckland por la autopista, pensaba que tal vez la vieja no era siempre malhumorada; y quizás solo necesitaba una buena ida a la playa.

El próximo wwoof fue elegido a las apuradas, en el afán de escapar lo antes posible de Auckland. De cualquier manera prometía mucho, en internet se anunciaba: “The Gorila Hut, un lugar paradisiaco, para encontrarse con uno mismo y descansar. Muchas actividades para hacer en los alrededores, el lugar perfecto para unas buenas vacaciones. Al llegar solo preguntar por Dan”.
Dejamos la ruta principal y nos adentramos al interior profundo neozelandés, treinta kilómetros por calle pavimentada y otros diez por calle de tierra. Ambos caminos totalmente desiertos.

Finalmente llegamos. Un paraje perdido en el medio de un sórdido desierto. Ni casas, ni arboles, ni colinas, ni ríos, ni playas. Llanura de pastos secos 360 grados alrededor; en el centro una construcción de ladrillo en muy mal estado, un taller con techo de chapa oxidada adosado a la misma y unos metros más allá un tráiler de también de chapa que alguna vez fue blanca, hoy en día predominaba el color oxido. Autos viejos, corroídos y abollados apilados aquí y allá, con otras tantas montañas de neumáticos y chatarra por doquier. Un perro viejo y flaco dormía tirado al frente del portón del taller; sobre el mismo un cartel anunciaba: “The Gorila Hut”. Por éste portón salió caminando un extraño personaje refregándose las manos con un trapo, perturbado seguramente por el ruido de nuestra llegada. Era gordo, alto y viejo. De larga y rala barba pelirroja y canosa, vestía un overol azul oscuro repleto de manchas de grasa y aceite. Mientras se refregaba las manos en un trapo, saludó con un ademan a la distancia y gritó: “Hey! Dan salió, vuelve en una hora, pero pónganse cómodos, su habitación va a ser el tráiler blanco!”.

El gremblin salió arando en segunda, levantando polvo. Mientras huíamos el perro se levanto y nos siguió unos metros con una expresión que parecía decir: “muchachos por favor llévenme con ustedes”; lo sentimos…pero el gremblin solo tiene lugar para mochileras alemanas que estén haciendo dedo en la ruta.

Manejamos por una hora y media, decepcionados. Los últimos dos wwoofing después del de Julia y Chris, habían resultado desastrosos. Como dice el dicho: “lo malo de la primer experiencia, es que solo hay una”. Ya atardecía cuando llegamos a Rotorua, buscamos un hostel y pagamos por adelantado las siguientes 2 noches.

Fundada sobre los márgenes del lago Rotorua, es una ciudad sumamente turística; como tal, cuida mucho los detalles estéticos y tiene una enorme cantidad de diferentes actividades para hacer en los alrededores. Posee varias plazas y parques con fuentes naturales de aguas termales, emanando vapor las 24horas del día entre las casas de sus 50 mil habitantes. Es, según los parámetros neozelandeses, una ciudad grande.

Debido al mal clima, no pudimos recorrer las bellezas naturales ni pagar por las actividades artificiales que tiene para ofrecer la ciudad; pero si pudimos dedicar un buen tiempo a la búsqueda de nuestro siguiente wwoofing y así el destino nos fue llevando a terminar en la casa de Gerry y Sali.

Gerry y Sali tienen una enorme y bellísima casa construida sobre una colina a 15 minutos del centro de Rotorua. La casa tiene cuatro habitaciones, dos baños, salada de estar con estufa a leña, gran garaje donde estacionan tres camionetas y un auto, y un gigantesco living con una extensa pared de vidrio que apuntan en su totalidad al lago. Un balcón de unos 3 metros de ancho cubre dos de las 4 caras de la casa y se extiende hasta alcanzar casi 5 metros, flotando, en la cara que continua al living. Ella es reflexóloga, el es osteópata y apicultor. Son eximios cocineros los dos, y no limitan sus platos a comida de un solo origen, viajando por el mundo han exportado recetas de múltiples países y regiones, y las aplican a diario en su cocina. Dedican sus ratos libres a trabajar su jardín, cocinar o relajarse viendo una película en la sala de estar equipada con cañón y home theatre. Son felices, simpáticos, trabajadores, buenas personas, aman sus profesiones y tienen un buen pasar económico.


Ayer:

_ Vos me envidias a mi? Le contesté sorprendido.
_ Si. Yo puedo tener una gran casa, varios autos, una adorable esposa. Pero las posesiones no son más que cadenas, cadenas rematadas en grilletes, que te privan de todo tipo de libertad, y reducen tu mundo a este maravilloso calabozo que se vuelve cada día más pequeño con el pasar de los años y la rutina. Vos sos joven, capaz, entusiasta, emprendedor, soltero. Podrás no tener plata, auto o casa. Pero nada ni nadie te puede impedir hacer lo que tengas ganas de hacer en el momento que lo quieras hacer y eso es envidiable.

Me quede perplejo. Podía esperar eso de cualquier persona menos de él. Nunca hasta entonces había demostrado ser una persona con una visión tan oscura. Sino que todo lo contrario. Le conteste:

_ Si, es cierto. Disfruto mucho de la libertad que tengo en este momento. Pero estoy más que dispuesto a, en algún momento de mi vida, sacrificar parte de la misma por tener algunas de las cosas que vos tenés: un hogar, una familia…son cosas que algún día quisiera tener.
_ Creeme, no es lo que queres.

Esto último lo dijo con una sonrisa en los labios, intentado quitarle seriedad a la conversación. Luego seguimos conversando de otros asuntos y cuando no hubo más leña por cargar, volvimos a la casa a prepararnos para la cena.

Creo que mal que bien, charlas como esta son enriquecedoras de este viaje, diferentes puntos de vista de una misma realidad. Por ahora nos sentimos muy cómodos en este lugar y con estas persona; y ellos a su vez están cómodos con nosotros. Rotorua parece un buen lugar para establecerse, aunque el plan inicial era seguir bajando hasta Wellington. Ya incluso nos hicimos un par de amigos en el hotel: un mexicano, un argento y dos chilenas. En los días venideros veremos si aparece algún trabajo que nos permita mudarnos a una casa propia y empezar a ahorrar unos mangos, mientras tanto seguiré escribiendo el blog desde lo alto de esta colina, alternado la mirada entre la pantalla de la notebook, el lago en el horizonte y el fuego de la estufa.

miércoles, 6 de julio de 2011

El sendero de los espíritus

Según la antigua creencia maorí, al morir una persona, se desprende del cuerpo su espíritu. El mismo comienza un viaje desde donde halla respirado el cuerpo por última vez hasta el extremo norte de la isla. Una vez alcanzado este punto, comienza su descenso al inframundo, adentrándose en las profundas aguas del océano para luego concluir su viaje en Hawaiki, el hogar de los espíritus. Allí mismo estábamos parados, contemplando el horizonte cuando nos pareció ver el espíritu de riBer descendiendo al inframundo…

Fueron 5 horas de viaje por increíbles paisajes, en una de las regiones menos pobladas de uno de los países menos poblados del mundo. Ya había pasado más de una hora desde que habíamos dejado atrás un cartel que anunciaba “última estación de servicio del país”, cuando vimos el faro, construido allí en la punta, como un eterno símbolo del hombre blanco cegándose en los lugares sagrados de los nativos.

Invierno es la estación con la mayor cantidad de precipitaciones en este país y prácticamente todos los días llueve. No fue así el pasado jueves 30 de Junio donde el universo nos bendijo una vez más con un hermoso día soleado; sin una sola nube en el cielo desde el amanecer hasta la caída del sol.

El lugar al que llegamos es un punto sumamente elevado, donde a excepción de una pequeña porción de tierra a nuestras espaldas teníamos una vista panorámica de 320° de mar, perdiéndose en el horizonte tan lejano y basto que parecía copiar levemente la curvatura de la tierra. No es temporada turística, por lo que éramos prácticamente los únicos allí. El risco cae en una pendiente casi perpendicular hasta las aguas del mar que lo golpean incansablemente una y otra vez. En este punto es donde convergen el Océano Pacifico y el mar de Tasmania, según los parámetros occidentales. Por otro lado, la cultura Maorí cree que es donde Tapokopoko a Tawhaki (el mar masculino) se encuentra con Te Tai o Whitirela (el mar femenino) para la creación de la vida.

Uno diría que la naturaleza no conoce nombres ni limites y no tendría por qué haber ningún indicio de una “unión de mares”. Pero si la hay. A corta distancia de donde se sumerge en las aguas la última porción de tierra neozelandesa, en un mar sumamente calmo, puede verse un extraño oleaje con remolinos de espuma en varias direcciones. Justo en el punto donde se encuentran el mar femenino y el masculino. De mas esta decir que nos sacamos una fotos con los mares cogiendo de fondo.

Almorzamos y nos quedamos contemplando tan deslumbrante paisaje. Lamentablemente el sol bajaba rápido y nos quedaba un lugar más por conocer. Así que nos subimos al gremblin y volvimos por donde habíamos llegado.

Algunos kilómetros antes de llegar a “la última estación de servicio del país” hay un desvío. A los pies de un camino rustico de tierra se lee en un cartel: “Te Paki Giant Dunes”. Te Paki es una región al Oeste de Nueva Zelanda, donde concluye la “Playa de las 90 millas”. Una muy larga extensión de anchas playas sin bahías, penínsulas, acantilados, piedras ni nada que la interrumpa; que en honor a la verdad tiene 78 millas (124 km).

Llegamos a las dunas gigantes cuando el sol estaba ya bastante bajo y generaba largas sombras, incluso en las pequeñas elevaciones creadas por el viento, que daban textura a las paredes de estas enormes montañas doradas.

Caminamos. Solo caminamos. Mirando aquí y allá este pequeño desierto alejarse hasta donde la vista lo siguiese. Variando en forma y altura duna tras duna formar un gran manto irregular en el cual pueden encontrarse pequeños bosques, arroyos y lagos.
El sol termino de esconderse y el frío abrazó las montañas. Hora de subir al auto y deshacer el camino andado.

Llegamos a la casa de Julia y Chris alrededor de las 22:30hs. Amablemente nos habían ofrecido pasar la última noche allí, a pesar de no haber trabajado ese día. Estábamos extenuados pero de todos modos revisamos el correo para ver si teníamos alguna respuesta de nuestros posible próximo anfitrión de wwoofing.

Entre varias respuestas negativas que alucian como excusa ya estar alojando otros wwoofers, o no necesitar wwoofers por la disminución de actividades que trae aparejada el invierno; una sola respuesta fue positiva. Y el día siguiente, a primera hora del día, nos despedimos con tristeza de Chris y Julia que tan bien nos atendieron y cuidaron, y pusimos rumbo al número 81 de la calle Wallsal, en los suburbios de Auckland City: nuestro próximo wwoofing.